Lo absoluto y lo relativo en política
Por René Balestra
La Nación
ROSARIO El autor de la frase que encabeza este escrito es un ejemplo paradigmático de la dificultad que existe para encontrar un personaje de la cultura en la política. Hablamos de la política práctica, no de la teórica. Vaclav Havel es un dramaturgo distinguido de la República Checa que encarnó y protagonizó, en la década del 70 del siglo pasado, la oposición al régimen comunista que asolaba a su patria.
Fue el personaje principal de la transición y ejerció la presidencia de su país por dos períodos. Lo sorprendente es que el intelectual, salvo excepciones que confirman la regla, es un decidor y no un hacedor. Havel fue las dos cosas. Dijo reiteradamente lo que no se escuchaba desde hacía décadas y fue capaz de plasmar en hechos lo que su atribulado país necesitaba. El supo, por dentro, que el artista siente una tentación legítima por lo absoluto, pero fue capaz de comprender y liderar una acción política dedicada, preferentemente o permanentemente, a lo relativo.
El nudo o la raíz del problema político consiste en que el aspirante a gobernar debe excitar en quienes serán sus gobernados la ilusión de que él tiene en las manos la llave de la solución, pero, cuando adquiere el poder -antes, ahora y siempre- no se maneja con ilusiones o ideas absolutas sino con situaciones concretas, ordinarias, coyunturales. El gobernante práctico y eficaz no suele ni siquiera ser orfebre, sino artesano enfrentado cotidianamente a una carrera de obstáculos. Todos relativos. Como son siempre relativas las soluciones que encuentra la política. Bastaría recordar aquí la frase de Benedetto Croce: “El hombre no es, deviene, incesantemente”. En ese devenir perpetuo que sólo la muerte clausura, el ser humano vive en una constante travesía. Es todos los días el mismo, y cotidianamente distinto. Esta realidad elemental y por lo tanto fundamental, hace que el conflicto forme parte de la naturaleza humana. La política es el intento de resolver esos conflictos. Esas soluciones, por la misma naturaleza de su origen, están condenadas a ser circunstanciales y momentáneas. Pretender soluciones absolutas y definitivas es intentar congelar la historia. Los intentos de esos absolutos en el siglo XX fueron la causa y la razón de ser de la inmundicia moral del comunismo, del fascismo y del nazismo, por orden de aparición cronológico.
Durante todo el siglo pasado hemos asistido al experimento desgarrador de millones que decían estar devorados por la idea de salvar a la humanidad “con mayúscula”, mientras se encarcelaba, se torturaba, se mataba a millones de personas concretas, reales, palpables, de esa humanidad. El absoluto de lo abstracto fascinaba. Lo concreto de lo relativo era despreciado. En este siglo XXI que estamos transitando, ese experimento continúa vivo en la cabeza de muchos. El combate contra el horror de esta falacia no debe ni puede cesar. Importa demasiado distinguir la calidad de los sueños. Anatole France solía decir: “¡Qué importa que el sueño nos engañe, si es hermoso!” La combinación de la caja fuerte donde está guardado el espanto consiste en que no son los sueños, por más desmesurados que sean, los que agravian, sino sus encarnaciones arbitrarias. El ejemplo podría estar dado con Robespierre, que, al decir de un filósofo, había encarnado la fraternidad en esta máxima: “Sé mi hermano o te mato”.
Desde Aristóteles, el sentido de la medida marca el nivel de las vidas humanas. Hay, sin embargo, en cada uno de nosotros un afán de trascendencia. El mundo del arte lo traduce en obras que suelen ser formidables.
La arquitectura, la música, la plástica y ciertas piezas mayores de la literatura patentizan esa desmesura. Pero la política -siempre- será el mundo de los seres comunes, no de los semidioses de la ensoñación. Y ese ser anónimo que es el objeto y la razón de ser de la política no debe ser despedazado por la desmesura de lo absoluto. Su vida habitual está constituida por parcelas vulgares y corrientes. Al decir de Jorge Luis Borges, por nimiedades. El político, que llega a cobrar dimensiones de estadista, es aquel que puede anudar lo que anhelaba Jeremías Bentham: “Ser un soñador de realidades y un realizador de sueños”. El estadista conoce, en primer lugar, sus propias limitaciones; por eso puede y debe tener sentido del humor como para reírse de sí mismo. Los tiranos, los dictadores y los aspirantes a serlo sobredimensionan sus aptitudes. Creen que todo lo saben y que todo lo pueden y en el ejercicio perverso de ese delirio no tienen reparos en deformar la realidad objetiva que los rodea y a los seres humanos que la habitan. Tal vez el humor sea la forma certera de detectar el despotismo sin necesidad de otros recursos académicos. Ningún déspota o aspirante a serlo tolera la risa sobre sí mismo.
En el terreno de los propósitos, de los anhelos, como una especie de estrella polar que marque el camino pero al cual nunca llegaremos, porque forma parte del ideal, está permitido lo absoluto. El bien, la justicia, la libertad, son derroteros. Sus encarnaciones serán siempre parciales. Hay, sin embargo, un absoluto que tuvo vigencia entre nosotros durante mucho tiempo y que marcó y acompañó nuestro crecimiento: el respeto y la vigencia de nuestra Constitución de 1853. Sobre la ausencia y el hueco de la vigencia de ese absoluto creció nuestra decadencia. Ese absoluto nos falta, esa ausencia nos sobra, esta decadencia continuará viva mientras no volvamos a él.
El autor es profesor universitario. Director del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano
TOMADO DE Lo absoluto y lo relativo en política | El Instituto Independiente
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