Tenemos que ser capaces de convivir, incluso pensando distinto»

José María Torralba (Valencia, 1979) es catedrático de filosofía moral y política en la Universidad de Navarra, donde ha puesto en marcha un programa de estudio de libros clásicos pionero en España, que acaba de ser reconocido con el Premio Razón Abierta. Desde que se creó en 2014, más de 4.500 estudiantes han pasado por sus aulas para adentrarse en el estudio de las grandes cuestiones a través de textos clásicos de Platón, Homero, Sófocles, pero también de otros más contemporáneos como Ortega y Gasset y Scott Fitzgerald. Su misión es trascender la formación puramente técnica para educar el intelecto y formar personas capaces de comprender la realidad en toda su complejidad.
¿Cómo ha logrado integrar la lectura de clásicos dentro de la formación universitaria?
El Programa de Grandes Libros acaba de cumplir diez años. Lo pusimos en marcha siguiendo los modelos que existen en algunas universidades de Estados Unidos. Nuestro objetivo principal es ofrecer una formación humanística a los alumnos que lo eligen, ya que el programa es opcional. Actualmente, unos 700 estudiantes cursan asignaturas de este programa cada año. Esta formación humanística se basa en tres pilares. Primero, la lectura de obras clásicas: nos centramos en grandes obras del pensamiento y la literatura. Aunque la mayoría son del mundo greco-latino o de autores como Shakespeare o los clásicos rusos, no hay solo textos antiguos; también incluimos libros del siglo XX e incluso del XXI. En segundo lugar, las clases se realizan en grupos reducidos de un máximo de 25 alumnos y provocando un diálogo socrático. El profesor no se dedica a explicar las claves del libro, sino que suscita preguntas para que los alumnos dialoguen y reflexionen sobre lo leído. El tercer elemento educativo es que la evaluación se basa la redacción de ensayos argumentativos. No se les pide simplemente que analicen el contenido de la obra, sino que deben construir un argumento en el que se relacione lo que han leído con lo que ellos piensan.
¿Qué habilidades o virtudes cruciales desarrolla el hábito de la lectura de clásicos en los jóvenes, especialmente relevantes para el panorama actual?
Los alumnos desarrollan competencias intelectuales, como pensar con profundidad. Esto se contrapone a la tendencia al pensamiento superficial, frecuente en los jóvenes universitarios. Por superficial me refiero a simplificar, a ver la realidad en blanco y negro. Al leer obras clásicas, que son complejas y ricas en niveles de lectura, aprenden a ver la realidad con todos sus matices y, así, a pensar mejor. También es notable el desarrollo de la capacidad de diálogo y escucha. Vivimos en un contexto social y político muy polarizado, y estas clases, donde se debaten temas humanos y polémicos como el amor, la libertad o la justicia, obligan a los alumnos a escuchar. Aprenden a apreciar lo que piensan los demás y darse cuenta de que su idea inicial no siempre es la única o la más completa. El clima de diálogo respetuoso que se genera en el aula es una auténtica escuela de ciudadanía. Por último, al leer y comentar estos libros, el alumnado entra a formar parte de lo que se ha llamado la «gran conversación» de la humanidad. En las grandes figuras históricas encuentran respuestas a los interrogantes fundamentales, que les interpelan personalmente. Es muy difícil, casi imposible, que un alumno pase por estas asignaturas de modo pasivo o que se quede indiferente. Si lee sobre el ideal socrático de la vida examinada, se pregunta: «¿Debo examinar mi vida?». Si lee La rebelión de las masas, se cuestiona: «¿Yo soy masa o minoría?». Es muy característico del programa este impacto existencial y personal.
Los clásicos abordan las grandes preguntas sobre la verdad, el bien, la belleza y la verdad… ¿Cómo logran que los alumnos y alumnas conecten con textos que a menudo parecen lejanos?
La primera barrera que hay que superar es la distancia histórica, cultural y lingüística. La experiencia nos muestra que los seminarios son clave, porque el estudiante lee el texto en casa, pero sabe que luego deberá ir a clase y poner en común sus ideas. Esto le motiva. Ya no es leer para un examen, sino para poner en común con los compañeros sus ideas e impresiones. Se despierta así el placer de leer. Además, en esa conversación, el objetivo no es meramente tener una clase de literatura o filosofía, sino la relevancia que tienen esas obras para nosotros hoy en día. En los seminarios se comentan las obras con un profesor especialista, pero el objetivo principal es pensar qué aportan estos textos a las preguntas que tenemos hoy, y no solo las generales, sino las personales de cada uno. Es así como se supera la barrera entre los clásicos y el mundo actual. Los jóvenes descubren así el valor de conocer y dialogar con la tradición.
La tendencia universitaria actual es la hiperespecialización técnica, lo que choca frontalmente con la formación humanística general. ¿Cómo consiguen que los alumnos valoren esta formación, o hasta qué punto realmente deja una marca a lo largo de los años en lugar de ser solo una asignatura más?
El movimiento de los Grandes Libros se convirtió en contracultural desde los años 60 o 70. Va en dirección opuesta a la educación especializada para la cualificación profesional: ofrece una formación general y humanista que no tiene un rendimiento profesional inmediato. A pesar de esto, los alumnos están muy satisfechos. Les entusiasma en buena medida por su gran contraste con el resto de formación que reciben. Sienten que la universidad está para algo más que convertirlos en profesionales. Quieren crecer como personas, prepararse para la vida cívica y la participación social. A los 20 años, están en una época de decisiones personales importantes, y necesitan espacios de reflexión como los que les ofrece el programa. También lo valoran porque les ayuda a poner el resto de materias que estudian un contexto más amplio. Si solo estudiaran materias especializadas (como derecho o arqueología), su visión de la realidad sería más limitada. Las autoridades universitarias apoyan el programa, a pesar de que es contracultural y exige una inversión económica, porque ven que es educativamente necesario, especialmente en el contexto actual.
Dado que los seminarios fomentan la escucha y la asimilación de posturas opuestas, ¿cree que los clásicos, junto con su metodología, son una ayuda crucial para combatir la polarización social que enfrentamos?
Absolutamente. Tanto los clásicos como, sobre todo, el método de la clase dialogada son fundamentales para una mejor formación es esos aspectos. La pedagogía que seguimos es el diálogo socrático. Se trata de una pedagogía que no empieza dando las respuestas; se plantean las preguntas relevantes para encontrarles respuestas en una búsqueda compartida. Se trata de un diálogo cooperativo. En nuestra vida pública, el objetivo suele ser ver quién gana, quién tiene más votos. Pero en asuntos de relevancia política o ética, el camino adecuado consiste en ponernos a hablar e intentar entender por qué el otro piensa distinto, buscando el terreno común. En una sociedad democrática, no se trata tanto de estar de acuerdo como de ser capaces de convivir y trabajar juntos, incluso pensando distinto. En los seminarios se crea precisamente un clima de lo que yo llamaría amistad cívica. Los clásicos ayudan porque ofrecen perspectiva histórica. Un problema de los jóvenes es la falta de perspectiva, el presentismo. Al leer a Aristóteles, Cicerón o Hannah Arendt, ven que hablan de los mismos problemas que tenemos hoy, pero con ideas que no conocían o no se les habían ocurrido antes.
Vivimos en una era dominada por la tecnología y la inteligencia artificial, que simplifica procesos y piensa por nosotros. En este contexto, ¿qué sabiduría se puede extraer de los clásicos para guiar no solo a la persona, sino el desarrollo ético y responsable de estas nuevas tecnologías y algoritmos?
La respuesta fundamental es que la tecnología siempre es un medio. Nos permite hacer más cosas, hacerlas mejor o con mayor facilidad: desde la invención de la rueda hasta la IA. Que la tecnología sea un medio significa que debemos preguntarnos por los fines para los que la utilizamos. El gran problema de nuestra sociedad tecnológica es que tendemos a quedar atrapados en la lógica de los medios. Creemos que, porque la IA está disponible, ahora todo debe hacerse con ella. Lo que necesitamos es preguntarnos para qué nos sirve. La tecnología tiene que estar al servicio de las personas y no al revés. La educación humanista lleva a preguntarse por los fines y ver si las herramientas tecnológicas concuerdan con lo que necesitamos como seres humanos. Además, en el debate actual, académicos del ámbito de la IA han denunciado que estos desarrollos vienen por empresas privadas con ciertos intereses económicos y comerciales muy definidos. Las universidades debemos preguntarnos en qué medida son compatibles con nuestra misión. Lo segundo importante es el rol de la tecnología en la educación. Aunque la tecnología puede ser un apoyo, nunca educa en sentido profundo. La educación siempre requiere la relación personal alumno-profesor. Para educar, se necesita que el alumno tenga deseo de saber, y ese deseo solo se abre o aparece a través de la relación con un profesor que muestra pasión. La tecnología, en cambio, es fría, es neutral; no tiene intereses. La educación requiere despertar los intereses profundos de la persona, y solo sobre esa base las tecnologías pueden ayudar.
Para finalizar, si tuviera que elegir un solo clásico, o al menos un solo autor, que sea particularmente útil para ayudarnos a comprender nuestro momento actual, ¿a cuál acudiría?
Elegiría La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset. Es un clásico contemporáneo. A pesar de tener casi cien años, es un libro que, cuando los alumnos lo leen, dicen: «Esto parece que se ha escrito hoy en día». Aborda el problema de la sociedad de masas y la crítica a las élites. Es un libro que, especialmente para un español, tiene una relevancia innegable. El estilo de Ortega es provocador. El libro está escrito para incomodar al lector, para que no dejes el libro en el mismo estado de ánimo en que lo empezaste. Mientras otras obras pueden ser tristes o alegres, Ortega habitualmente enerva a los estudiantes, porque retrata el tipo social en que vivimos: les incomoda lo que les hace ver. Cuando, al terminar la clase, pregunto a los alumnos si consideran que esa sensación era algo buscado por el autor para obligarles a tomar postura ante lo que plantea, la gran mayoría responde que sí. Es una obra muy contemporánea que les ofrece categorías muy valiosas para comprender nuestra sociedad.
TOMADO DE José María Torralba: «Tenemos que ser capaces de convivir, incluso pensando distinto» | Ethic
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